Una de las obras que más me fascina de la exposición de Benja Carreres en Escalopendra, «El objeto cotidiano», es la de un pequeño bote navegando a la deriva por el hemisferio norte, convertido en tierra de promisión para cientos de miles de refugiados que huyen de la miseria.
En una lata de sardinas oxidada, perfecto símil de una patera, se hacina un grupo de inmigrantes clandestinos con forma de espectros, más muertos que vivos, rumbo a un destino desconocido. En las cuencas desorbitadas de sus ojos se refleja la incertidumbre de sobrevivir a una travesía estremecedora, pero sobre la desesperación se impone el deseo mucho mayor de alcanzar un mundo mejor que les permita una existencia más digna.
Parece que las alambradas invisibles tejidas por el coronavirus han detenido momentáneamente su afluencia imparable pero solo es cuestión de tiempo porque desde los más recónditos lugares del planeta, legiones de parias continúan soñando con el Paraíso y nada, salvo la muerte, les parará hasta alcanzarlo.