Ayer me despedí frente a la huerta de la Práxedes de John Williams con quien he pasado estos dos últimos días en Alcanadre. John vive en Arkansas desde hace 36 años, 24 de ellos bajo tierra, pero hay tipos tozudos que buscan mil triquiñuelas para no morir. Vio en Stoner, el protagonista de su novela, una oportunidad para burlar el olvido en que caen los muertos. Construyó una historia con retales de su propia existencia y, con ellos, vistió a su criatura literaria para perpetuarse en él. John Williams y William Stoner tenían muchas afinidades, tantas que parecían haber sido paridos por la misma madre. Ambos sentían pasión por la literatura y los dos ejercieron de docentes en universidades norteamericanas. Vidas paralelas de no ser porque John buscó una excusa para evitar que William se alistase en el ejército como sus alumnos, evitándole así el mal trago de ver morir decenas de miles de compatriotas en el frente europeo de la Segunda Guerra Mundial. Pensó que con su experiencia de sargento en el viejo continente fue suficiente.
La mañana estaba de tormenta y yo, como los caracoles que cruzaban el camino, había salido de casa en pos del fresco con el libro entre las manos. Las fastidiosas moscas, incapaces de alzar el vuelo por la pesadez de la atmósfera, no cesaban de revolotear sobre mi cabeza. En esos momentos me hubiese gustado tener un rabo largo como las mulas para espantarlas sin tener que ir manoteando el aire constantemente. Pasado el puente de La Madre comenzaron a descolgarse las primeras gotas de lluvia. Willian Stoner, aquejado de una enfermedad incurable, agonizaba desde el capítulo pasado en un camastro que Eddith, su mujer, puso en el porche de casa para mantenerlo alejado de ella. Su matrimonio fue un fracaso desde el primer renglón.
La tormenta arreció a la vez que el delirio del viejo Bill. Tres gruesos goterones cayeron sobre la hoja de papel, como si conmovidas por su sufrimiento intentasen apagar la sed del moribundo. Cerré el libro y me apresuré a buscar refugio bajo los falsos plátanos que bordean el camino que baja del pueblo al Ebro. Sonó el teléfono.
- Luisma ¿donde estás?
- En el regadío.
- Genial, súbeme de la huerta una berenjena para la sopa de esta noche. ¡Ah! y de vuelta pasas por la cochera para coger un cesto de patatas y ajos.
- ¡Vaaalee!
- ¿Te pasa algo? Te noto raro.
- No, no, nada.
Permanecí bajo el árbol esperando que escampara, junto a la cama de Stoner, absorto en la lectura, haciéndole compañía hasta que.. «sus dedos perdieron fuerza y el libro que sujetaban se deslizó despacio y luego bruscamente sobre su cuerpo inmóvil, cayendo en el silencio de la habitación».
John y William, morirían una y mil veces más pero siempre escapan de la muerte, que es el olvido, con cada nuevo lector. Cuando salí del cobijo para hacer los recados encomendados por Elena fui pensando que quizás debería pergeñar yo también una historia para alcanzar, al menos, un cachito de inmortalidad.