En estos días de lecturas intensivas, descubro una cita que por evidente y certera merece que reflexionemos sobre ella:
«Lo que se ha perdido son los matices. No hay tiempo ni ganas para leer los análisis y la letra pequeña. Muchas personas de menos de 40 años no compran jamás un periódico porque les aburre. Y ya no hablemos de la exótica costumbre de ojear un libro.
Ello supone un retroceso cultural impresionante porque, al final, el conocimiento es la capacidad de percibir los matices, que son lo que diferencia la vulgaridad de la genialidad. Son los detalles los que distinguen un cuadro de Vermeer de la obra de un aficionado, o los que separan a El código Da Vinci de Crimen y castigo».
(Elogio de la Quietud. Pedro Cuartango. Ed. Círculo de Tiza. 2019)
Una de las experiencias artísticas que más me han marcado en la vida, se produjo cuando visitaba las enormes salas del Rijksmuseum de Amsterdam buscando la Ronda de Noche de Rembrandt, ya que como gran aficionado era la ilusión de muchos años. El famoso lienzo dominaba la enorme sala como una gran llamada a cuantos por allí caminábamos. En un momento determinado, al girar inconscientemente la cabeza para ir viendo de pasada los cuadros que colgaban en las paredes laterales, se produjo uno de esos momentos que marcan un punto de inflexión en la vida. Allí a mi izquierda había dos cuadros que ejercían una fuerza de atracción tan inmensa y arrebatadora que no pude evitar acercarme inmediatamente a contemplar ese misterio tan atrayente. Allí estaba el cuadro titulado en castellano La callejuela. Una de las dos versiones que Vermeer pintó de su ciudad natal. El tema era tan sencillo que después de las grandes temáticas de los otros cuadros, sorprendía por esa aparente simplicidad, una fachada de ladrillos rematada con un frontal en forma de espadaña, se observan perfectamente los adoquines de la calle. En la zona de la izquierda, hay una casa más baja. En la entrada está trabajando una mujer, lo que subraya aún más la cotidianidad de la escena y su “aparente” simplicidad. Pero lo que hace que el cuadro desprenda esa energía visual tan cautivadora es el tratamiento de la luz.
Son los matices, en este caso los matices de luz los que definen un gran pintor, en este caso un genio. Saber distinguir la luz de cada día de la semana más que en distinguir los colores, ya que cualquier persona puede definir la diferencia entre el rojo y el azul, o el amarillo. Sin embargo sólo los privilegiados con ese toque como Vermeer pueden distinguir la luz de un domingo o, como en este cuadro la luz de una mañana cualquiera.
Allí frente a La callejuela experimenté ese placer que surge de las grandes obras, pero que aquí brotaba en un lienzo pequeño y sin grandes pretensiones temáticas. Una escena que puede pasar en cualquier pueblo de nuestra patria es el tema que sustenta tanta maravilla. Cada pincelada aporta una esencia a esa luz que lo inunda todo como un toque mágico que convierte lo que está pasando en algo sublime.
Los pequeños matices son los protagonistas indiscutibles de esta joya que refleja como pocas obras la esencia del tiempo detenido. Lo cotidiano y lo intemporal se dan la mano de forma mágica. Como dato curioso, hace dos años se ha identificado la calle y la casa, sabiendo también que una de las casas laterales pertenecía a una tía del pintor.
José María Albareda para Escalopendra.