Aunque suene un tanto tópico, yo sí creo que son los libros quienes nos leen; aguardan su momento, parecen adivinar cuándo nos mostramos receptivos o especialmente dispuestos a ser recibidos por su encanto.
En el caso de Tony Judt (Londres, 1948-N.York, 2010) el encuentro fue algo parecido a un flechazo intelectual. Su obra El refugio de la memoria, Taurus, 2011, unas memorias escritas desde la sinceridad más profunda, despertaron sensaciones latentes y me permitieron ubicarme en ese espacio íntimo en el que la lectura va encontrando los resortes de toda una vida, una suerte de paralelo existencial en el que todo encaja: históricamente próximo, ideológicamente cercano, vitalmente anudado a una idea de la condición humana que me resultaba enormemente grata. Los primeros capítulos, en los que describe con una serena frialdad su enfermedad, ELA, el análisis de la vida británica después de la II Guerra Mundial, sus recuerdos familiares, tenían la virtud que todo buen libro debe poseer, esto es, la necesidad de seguir indagando entre sus páginas para averiguar si realmente la literatura se fabrica con el mismo material que los propios sueños. Y me sorprendía cómo cada relato biográfico conseguía rastrear otro relato mío, propio, ajeno aparentemente, pero muy similar: entendía la enfermedad del autor porque un primo del pueblo, muy querido, también la sufrió; comprendía perfectamente la llamada a la austeridad del autor como forma de desposesión material; empatizaba con su defensa de lo público; coincidía con el retrato urbanístico de su ciudad, diseñada teniendo en cuenta el entorno natural… El relato vital también muestra cómo ese tiempo solidario fue poco a poco convirtiéndose en otra cosa. Los transportes públicos, el tren sobre todo, pero también los ferris perdieron su identidad y todo servía de excusa para montar suculentos negocios adonde acudían, frenéticos, compulsivos compradores, no viajeros.
La segunda parte de la obra muestra sus recuerdos escolares, su vida en un kibutz, asoman ya sus convicciones políticas, su llegada a la universidad, mayo del 68, el encuentro con la intelectualidad de los años 70, una época de reflexión y lucha política que a buen seguro conformarían su presencia en el mundo intelectual europeo. Este relato, minuciosamente detallado, sus múltiples empleos, su afán viajero encuentran en la expresión lingüística el cauce maravilloso para que la lectura se convierta en un puro disfrute. El final de esta segunda parte, un ejercicio muy consciente sobre el valor de las palabras, la dicción, el correcto uso idiomático es significativa. No me resisto a compartir estas líneas: “En la generación de mis hijos, la taquigrafía comunicativa propiciada por sus hardware ha comenzado a calar en la comunicación misma: la gente habla como en los mensajes. Esto debería preocuparnos. Cuando las palabras pierden su integridad, también lo hacen las ideas que expresan”.
Judt, historiador de convicciones fuertemente europeístas (universalistas, cabría decir) somete al fino cedazo intelectual la historia europea de posguerra. Es autor, además, de Postguerra, una historia de Europa desde 1945, reeditada por la editorial Taurus en 2011, una obra gigantesca, de obligada referencia. El historiador inglés anticipa proféticamente el mundo que ahora estamos viviendo. Ojalá y tuviéramos más en cuenta los mensajes que él –y otros muchos, tristemente ya desaparecidos- nos transmitieron; podríamos afrontar los retos sociales, económicos y políticos que nos inundan con la sensatez, humanidad y sentido común que, desde siempre, han hecho a las sociedades más razonables.
Texto de José Julio Bonilla para Escalopendra